En esta antigua colonia de vacaciones tienen luz, agua potable y una profunda desesperación fraguada en meses de espera estéril
Eman Slameh en la entrada de su cabaña en el campamento de refugiados de Lavrio. GRP |
La vida en un campo de refugiados en Grecia parece un experimento sociológico de mal gusto diseñado para poner al límite la salud mental y física
de sus habitantes. Los días son un lento transcurrir de horas vacías
que a medida que se convierten en meses evaporan la esperanza de una
vida mejor, o al menos, una vida real. El azar decide si la parálisis
que viven los 60.000 refugiados atascados en Grecia
se desarrolla en tiendas de campaña a 40º en verano o encharcadas por
la lluvia en invierno, aisladas de la civilización en instalaciones
militares o fábricas abandonadas, en contenedores de obras habitables o
en edificios abandonados okupados en Atenas.
El
campo de Lavrio (también conocido como Sounio), una antigua colonia de
vacaciones a 70 kilómetros al sur de Atenas, es uno de los mejores del
país. Tiene agua potable, electricidad y no hay serpientes. Sus
residentes arrastran, sin embargo, la misma desesperación que el resto,
fraguada en meses de espera estéril.
Un siniestro campamento de verano
A unos cinco kilómetros de Lavrio, donde antes
veraneaban hijos de funcionarios griegos viven desde febrero unas 400
personas, la mayoría familias sirias muy numerosas y alguna afgana. No
es un mal sitio para mandar a los niños 15 días de campamento: el
alojamiento es en literas en cabañas de madera. Hay un campo de fútbol,
dos de futbito, una cancha de baloncesto, un aula, una plaza donde pasar
el rato, un anfiteatro y la playa está a un paseo.
Vivir ahí es otra historia. Algunas cabañas están
comidas por la humedad y los bichos, y chispea moho del techo. La lluvia
de verdad cae en cascada y las finas paredes y techos de madera
aislarán del frío en invierno poco más que el cartón. Las barracas
tienen distintos tamaños pero constan siempre de una sola estancia. En
las más grandes, de unos 20 metros cuadrados, se apilan las vidas y los
enseres de hasta 13 personas, a veces de familias distintas. La mayoría
tiene que compartir con sus vecinos los servicios y las duchas al aire
libre, pero también con ratas y ratones.
Dos cabañas, la ración diaria de comida y detalles de las duchas GRP/Stephenie Kleckner |
La Marina griega es la responsable del campo. Su
principal misión es la supervisión y la alimentación, que consiste en la
distribución dos veces al día de un rancho insustancial. La policía
controla la entrada, aunque los residentes tienen libertad de
movimiento. Dos ONG, una griega y una noruega, se encargan de que la
vida sea lo más digna posible mediante la distribución de productos de
higiene y de ropa, y con actividades sobre todo para niños, pero también
para adultos.
Los habitantes del limbo
En esas cabañas de madera viven sobre todo
familias, muy distintas, pero con una historia común: a todas se les
rompió el presente por la guerra, tuvieron que atravesar fronteras
clandestinamente y pusieron sus vidas y sus ahorros en manos de mafias.
Todos, incluyendo bebés, ancianos y mujeres embarazadas, se la jugaron
para atravesar el mar en embarcaciones precarias. Muchos han perdido a
alguien en la guerra y solo aspiran a ofrecer un futuro a sus hijos, una
educación y un lugar para vivir donde no caigan bombas ni haya matanzas
diarias. Poco más.
Están las familias supernumerosas como la de
Hassan Alhusean, que tiene 49 años, mujer y ocho hijos de 20 años a un
mes. Trabajaba en una refinería en Deir Ezzor (Este de Siria) y le iba
bastante bien: tenían una vida tranquila, cuatro casas, un coche grande y
un terreno con dos vacas. Pero Daesh les asediaba por tierra y los
bombarderos les mataban desde el cielo. Tres de sus hermanos cayeron.
Sus hijos pequeños se escondían en el baño cuando oían las bombas, como
si los azulejos de la pared pudiesen protegerles. La zona donde vivían
quedó destruida y cuando una bomba voló por los aires el colegio de sus
hijos, a cien metros de casa, decidieron que ya era hora. Ahora viven
todos en una habitación de madera, con literas de tres alturas que por
el día hacen de armario para las pocas cosas que tienen. No sabe qué ha
sido de sus propiedades, pero Alhusean se dice que la situación podría
ser peor. Que están vivos y al menos tienen un techo de madera y no de
lona, como en otros campos.
La mujer de Alhusean junto a su hijo menor, su hija mayor (que tiene un bebé de la misma edad que su hermano) y su yerno GRP |
Hay también familias jóvenes, como la de Liza Sido
y Mohamad Abu Shiru, de 21 años, que tienen un hijo de dos y esperan
otro. Antes de venir a Europa intentaron vivir en Turquía pero como
kurdos, se sintieron maltratados y amenazados. En Europa la sensación de
Sido es de absoluto abandono. “Nos dicen que esperemos, que esperemos,
pero después de meses esperando, ¿qué? A veces pienso que creen que
somos animales. Si no tenemos comida o nos llueve encima, a nadie le
importa, como si fuésemos perros o gatos”.
En el campo muchos habitantes son la mitad de
familias separadas que ni siquiera pueden contar los días que les quedan
para reunirse, porque nadie sabe cuándo ocurrirá. Eman Slameh, de 47
años y carcajada fácil, es la mujer con más energía del campamento de
Lavrio y una metarrefugiada: hija de padres palestinos, nació en
Jordania y se crió como refugiada en Yarmuk, en Siria. Cuando era
pequeña su madre llevó a la familia a Líbano, pero con la guerra en
aquel país volvieron a Siria. Décadas después, otra guerra le obligó a
hacer la maleta a ella, su marido y sus cinco hijos. Después de un
intento frustrado de huir a Jordania se fueron a Turquía. Su esposo
logró llegar a Alemania en avanzadilla en septiembre de 2015 y dos meses
después lo consiguieron también uno de sus hijos y su nuera, que le
acaban de hacer abuela. “Mi marido ha conseguido un trabajo como
jardinero para una mujer alemana y está aprendiendo el idioma. Vive con
otros refugiados pero echa de menos a la familia. Cada vez que hablamos
llora”.
A pesar de lo que traen a cuestas y de cómo viven
ahora, algunos habitantes como ella no pierden nunca la sonrisa.
Mohammed Mohammed, un joven veinteañero que hace de traductor de árabe,
la tiene siempre instalada aunque la cabeza esté a punto de estallarle
después de horas de interpretación simultánea. Los hermanos Mahmoud (28)
y Mohanad (22) son unos cachondos. Ammar Hussein, su marido y su cuatro
hijos (de cuatro, tres, dos y un año) no hablan inglés, pero se
comunican a través de sonrisas con los voluntarios que invitan a diario a
tomar café o té en su casa. Es otra de las cosas que tienen en común
muchos de los habitantes del campo, compartir lo poco que tienen.
Los meses a la espera de la entrevista que decide su futuro
Los residentes del campo de Lavrio tienen un
permiso temporal de un año de residencia en Grecia aunque tienen
prohibido trabajar en el país. Están prerregistrados en el programa de
reubicación o reunificación de la Unión Europea para continuar su camino
hacia otro país, pero según datos de ACNUR,
hasta el pasado 11 de septiembre solo 2.986 refugiados habían sido
transferidos a otro Estado miembro, un 4,5% de las 66.400 plazas
prometidas por la UE en noviembre de 2015. Al comenzar el proceso les
dijeron que les informarían del siguiente paso, la primera de las dos
entrevistas que tendrán que hacer, vía SMS.
Después de meses de mirar el móvil a la espera de
un mensaje que nunca llegaba, en septiembre han empezado a dar las
primeras citas. Cuando no había información y todo eran especulaciones,
corrían rumores de que tendrían que esperar meses y muchos temían pasar
el invierno en el campo, aunque más miedo les daba seguir varados allí
el próximo verano. Ahora los datos reales confirman sus pesadillas.
Algunos tienen fecha para la primera entrevista para finales de enero.
La segunda no será antes de cuatro meses después de aquella. Si las
pasan, tendrán que esperar a que les citen también las embajadas de los
países que les darán refugio. Ya saben que verán pasar en Lavrio al
menos cuatro estaciones más.
Mientras tanto, en ese estado de estar pero no
estar, de querer marcharse pero no poder, de temporalidad permanente, el
tedio es el ambiente que se respira en el campo, a pesar de las fiestas
que organizan a veces los voluntarios. “Aquí no hay nada que hacer,
solo esperar. Vivimos como vacas: la única actividad es comer y dormir.
No somos personas, no se nos permite trabajar. Estamos como en un
hospital psiquiátrico. A mí me está volviendo loca la situación y la
gente ha llegado a un estado en el que discute por todo, por la comida,
por la ropa...”, cuenta Anwar Honari, de 28 años y madre de dos hijos,
que en Homs (Siria) era fisioterapeuta. Su marido, profesor de
matemáticas, se ha entregado a su pasión por la lectura. Ella llena el
tiempo cuidando de sus hijos y en clases de inglés, y con una enorme
paciencia que es lo único que le queda, consigue descargarse películas a
través de la endeble señal del wifi de la plaza del campo.
Niños jugando en la plaza del campo GRP |
Allí se concentran los residentes con sus teléfonos móviles
para mantenerse en contacto con el mundo exterior, con sus familias
dispersadas entre Europa y Siria. Los niños juegan y los mayores se
reúnen a charlar mientras los jóvenes echan el rato en el campo de
fútbol. En la plaza planea hasta la madrugada, noche tras noche, el
profundo aburrimiento que comparten los habitantes.
De qué viven los refugiados
La comida que provee el Gobierno griego es la
principal queja de los residentes. Raciones reducidas de pasta,
legumbres y arroz con una elaboración muy básica y un aspecto
desagradable. Algunos han plantado huertos para tener un mínimo de
productos frescos. Otros recorren a pie el camino de una hora que les
separa del pueblo para comprar, con el poco de dinero que les queda,
fruta y verdura con la que digerir los potajes diarios.
El resto de necesidades básicas las cubren los
ciudadanos (la inmensa mayoría, españoles) mediante donaciones de dinero
y ropa, zapatos, juguetes, productos médicos y de aseo. A pesar de la
generosidad de los donantes siempre hay artículos que escasean y otros
que llegan en tal estado que mejor se hubiesen quedado en la basura de
su país de origen.
Distribución diaria de ropa, pañales comprados con donaciones españolas y la furgoneta del dentista de Agape y AMG GRP |
La mano de obra para organizar y distribuir las
donaciones y para desarrollar las actividades que dan un poco de vida al
campo también le sale gratis a la Unión Europea. Entre 20 y 25
voluntarios trabajaban a diario en Lavrio durante el verano, de nuevo,
muchos de ellos españoles. Se pagaban su viaje y estancia durante una,
dos o tres semanas, durante sus vacaciones de verano. Traían ganas de
ayudar y energía, pero cuando ya conocían bien a los residentes y se
empezaban a establecer vínculos personales y dinámicas de trabajo
eficaces, se tenían que marchar.
También llegan visitas de un día de lo más
dispares: una consulta de dentista móvil, un grupo de scouts con
donaciones y la misión de hacer una batida de limpieza, un abogado
contratado por la ONG griega Earth, tres payasos sin fronteras de
Barcelona, etcétera, etcétera.
Los límites de la paciencia
En otros campos de refugiados ha habido tensiones
entre los residentes, a menudo enfrentamientos entre distintas
nacionalidades que han acabado en fuertes peleas y disturbios. El 14 de
julio murió como resultado de esta violencia un refugiado afgano que vivía en el campo de Elliniko, un estadio olímpico de Atenas donde unas 3.500 personas viven en tiendas de campaña en condiciones infrahumanas. En Lavrio, las únicas cejas que ha habido que coser se partieron jugando al fútbol.
Hay tensiones, como en cualquier comunidad, sobre
todo si la pones al límite. Pero es un campamento seguro. Claro que para
un sirio la seguridad se reduce a algo tan básico como que no caigan
bombas del cielo y se pueda dormir a pierna suelta. Todavía tienen tics,
y cuando escuchan que ha habido un accidente de tráfico a pocos
kilómetros y han muerto los dos ocupantes del coche, incendiado,
preguntan inmediatamente si ha sido una bomba. Un helicóptero que
sobrevuele el terreno les recuerda lo mismo.
La depresión se extiende entre los residentes y la
larga espera indefinida en el campo hace que algunos pierdan la
paciencia y digan que prefieren volver a Siria para recuperar la
dignidad, aunque no les quede nada allí, o para morir de una vez y no
poco a poco cada día. Otros, los que aún tienen dinero, se arriesgan a
volver a ponerse en manos de mafias para intentar salir del país
clandestinamente, en avión y con documentos falsos los que más ahorros
conservan, y por tierra los que menos.
Eman Slameh, con una calma cultivada en varias
guerras, valora mucho tener un techo y seguridad. “Esperamos que esta
situación acabe y podamos ir a asentarnos a un país, no estar de paso.
Solo estar, aprender, trabajar. No sabemos cuando llegará, tenemos cita
para la primera entrevista el 17 de enero, pero esperaremos. Soy
paciente”, añade con una sonrisa. A veces, sin embargo, la situación
puede incluso con ella y su fortaleza se quiebra cuando se despide del
enésimo voluntario al que ha cogido cariño mientras ella y los suyos
permanecen con la vida paralizada en Grecia. Y cuando Eman llora, es
difícil hablar de esperanza.