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Crecerse ante el desastre

Las catástrofes naturales y la pobreza son siniestras aliadas en hundir las vidas de los más vulnerables en Nepal. Las víctimas no se resignan


Nepal






Una mujer besa a su bebé en la puerta de su vivienda,

en una zona rural en Sindhupalchowk, Nepal.

La pregunta no es si volverá a suceder, sino cuándo. Así de seguros están en Nepal de que la tierra volverá a moverse bajo sus pies con violencia como lo hizo el 25 de abril de 2015. El terremoto de magnitud 7,8 aquel día y un segundo en mayo de 7,3 dejaron 8.959 fallecidos y más de 2,8 millones de personas afectadas, además cientos de miles de viviendas e infraestructuras destruidas. Y puso a prueba la capacidad de respuesta de instituciones y organizaciones para salvar y reconstruir vidas. Todavía hoy, más de un año y medio después, ese trabajo no ha terminado. Con la certeza de que otro golpe vendrá, no solo urge reparar las grietas existentes, las visibles y las emocionales, sino que toca hacer balance de los errores y los aciertos para que un nuevo desastre, sin fecha ni preaviso, no signifique la muerte y la destrucción de una población que ya cada día afronta el reto de sobrevivir con lo mínimo.

“En vista de esto, la reducción del riesgo y preparación ante desastres tienen que ser parte de todos los programas de desarrollo que llevamos a cabo y apoyamos en Nepal. Esto debe cubrir acciones para proteger a los más vulnerables, especialmente los niños y mujeres, como la construcción de escuelas, instituciones de salud y servicios relacionados con agua y saneamiento resistentes a terremotos; y difundir más conocimientos sobre cómo prepararse y protegerse mejor uno mismo y a su comunidad ante una catástrofe”, escribía Tomoo Hozumi, representante de Unicef en el país en el informe Nepal: un año después. Y añadía: “El mejor homenaje a las personas fallecidas es aprender las lecciones de esta triste experiencia y usarlas para prepararnos mejor para el futuro”.
 
Pero, ¿qué se hizo y qué se ha aprendido? “Teníamos un plan, pero podríamos y podemos hacerlo mejor”, reflexiona Shairose Mawji, especialista en emergencias de Unicef Nepal. En resumen: más rápido, con mayor coordinación previa entre organizaciones, teniendo en cuenta que la ayuda será necesaria durante meses (o años) y no siempre será la que creían o lo que las víctimas precisan. “A veces hacemos lo que consideramos que está bien, pero tenemos que escuchar más a la comunidad y trabajar juntos en la búsqueda de soluciones”, precisa.

¿Qué necesitan?
 En este sentido, Mawji recuerda algunos casos concretos. “Pensábamos que la gente cuyo hogar había quedado dañado o destruido se movería a grandes campos. Pero en realidad querían permanecer en sus casas o cerca”. Tanto es así, que muchos de los afectados durmieron en tiendas de campaña o en casas vecinas hasta que les llegó (si lo hizo) la ayuda económica del Gobierno para adquirir un terreno en el que levantar sus nuevas viviendas con las láminas de chapa que habían distribuido diversas ONG. Lo segundo, continúa la experta, es que se construyeron letrinas comunes en las áreas perjudicadas. La idea era suplir tan pronto como fuera posible las infraestructuras de saneamiento estropeadas y evitar la defecación al aire libre que suele traer consigo la expansión de enfermedades como el cólera o diarreas. “Pero eso no pasó. La gente no las usaba porque ya estaba acostumbrada a tener el retrete en casa. Y nos dimos cuenta. Así que cambiamos nuestra estrategia y empezamos a apoyar la construcción de baños en las viviendas”.
En medio de un frondoso valle que desde la carretera se ve salpicado de techos de chapa se observan abandonados un par de esos retretes comunes con el logo de Unicef que la organización instaló para los vecinos de Pauvathok, en el distrito de Sindhupalchok, el más dañado por los seísmos. El latigazo, sumado a la costumbre en la zona de construir casas con piedra y adobe, provocó 3.438 víctimas mortales (de los casi 9.000 en el país entre los dos terremotos). Una de ellas era la abuela de Ramkrishna Giri, de 28 años. Él, que era camionero en Katmandú, había regresado por la serpenteante y bacheada carretera que une la capital con China para visitar a la familia en el fin de semana. Era sábado. “Todo pasó muy rápido, estaba tumbado y me cayeron rocas encima, no pude evitarlo. Mi mujer estaba de pie y pudo salir corriendo, por eso se salvó. Mi abuela falleció”, recuerda. Sentado en su silla de ruedas en su casa fabricada con láminas de metal en un terreno allanado en la loma del monte, el joven sueña con trabajar. Pero ya no puede ganarse la vida.
El mejor homenaje a las personas fallecidas es aprender las lecciones de esta triste experiencia y usarlas para prepararnos mejor para el futuro
Tomoo Hozumi, representante de Unicef en Nepal
Sita Giri, de 26 años, estaba embaraza cuando su casa se desplomó sobre su marido. Ella acompañó a Ramkrishna durante los cuatro meses que pasó en el hospital, hasta que dio a luz a su hijo Aabhas. Los tres regresaron a su aldea, pero la vida ya no sería igual. Eran uno más, habían perdido su vivienda, su fuente de ingresos, y el padre nunca más volvería a caminar. Debido a su precaria situación, las ONG SOS y World Vision acudieron a su rescate para proveerles de materiales con los que levantar una vivienda. Y entraron en el programa de transferencias de efectivo que lanzó Unicef en julio de 2015 para apoyar con 30 dólares al año (unos 28 euros) a los más vulnerables: niños menores de cinco años de la discriminada casta Dalit –conocida como los intocables–, personas con discapacidad, familias con menores de cinco años, viudas y mayores de 70.
Así, la familia Giri sobrevive con lo esos fondos sumado a lo que les aporta World Vision (56 euros) y al sueldo de entre 50 y 70 dólares al mes que Sita recibe por su reciente empleo como profesora en una guardería privada. Sus ahorros y los 500 dólares que les dio el Gobierno para la reconstrucción de su vivienda los gastaron en limpiar y acondicionar el terreno de su casa temporal. “El Gobierno nos ha dicho que aquí no podemos estar porque quiere ampliar la carretera en el futuro”, explica Ramkrishna. No tienen ni dinero ni ingresos suficientes para pedir un préstamo. No pueden adquirir siquiera una parcela para irse con su chapa a otra parte. “Me siento frustrada de tener que vivir así, encerrados en un círculo del que no podemos salir”, lamenta Sita.
“Es mejor una ayuda pequeña que nada, pero no puedo depender de las ONG siempre, tengo que hacer algo por mí mismo. Podría aprender a reparar aparatos electrónicos”, afirma Ramkrishna mientras su niño trepa por sus delgadas piernas. Yubrat Koirala, el responsable de infancia de Unicef le escucha. La organización poco puede hacer para que Ramkrishna acceda a la formación necesaria. Tendría que ir a Katmandú, pero depende de su mujer para lavarse, vestirse y trasladarse, y ella no puede ni quiere dejar su empleo. El trabajador de Unicef no se resigna: “Quizá alguna ONG de apoyo a personas con discapacidad pueda organizar un curso aquí...”.
Es mejor una ayuda pequeña que nada, pero no puedo depender de las ONG siempre, tengo que hacer algo por mí mismo
Ramkrishna Giri, víctima del terremoto
“Inicialmente, los damnificados necesitan dinero, pero después necesitan formación para conseguir un trabajo. Otras organizaciones trabajan en ello. Entre todos tenemos que buscar soluciones a largo plazo”, reflexiona Shairose Mawji, la especialista de emergencias de Unicef Nepal. Con todo, el organismo ha ampliado su programa de transferencias este 2016: dará una cantidad mayor que el año anterior (40 dólares en vez de 30 anuales) y extenderá la ayuda a todos los niños menores de cinco años de familias en la lista gubernamental de receptores de subsidios en los 19 distritos afectados por el terremoto, y no solo a los Dalit. Sin condiciones.
¿No temen que el efectivo sea mal utilizado? “Podría ocurrir. Pero cuando visitamos a las familias que han sufrido, comprobamos que lo usan para el beneficio de los niños”, afirma Koirala. “Tras la primera transferencia, hicimos una encuesta de seguimiento. Y más del 90% respondió que gastaba el dinero de Unicef en comida, medicinas y transporte. Un abuelo me contó, incluso, que lo había metido en el banco para cuando lo necesitase”, secunda Mawji.
También las viudas y las mujeres solas mayores de 60 son beneficiarias de este programa. En ambos grupos está Sani Danuwar, de 61 años –“más o menos, no estoy segura”, anota–. Vive en una aldea en Paanchkhal en el distrito de Kavrepalanchok con sus dos nietos adolescentes. La madre de los chicos, de 35, y otra hermana de 17, fallecieron en el seísmo. Agitada por los recuerdos y con los ojos empapados en lágrimas, la suegra y abuela rememora aquel día: “Habían terminado de comer y salieron al porche. La tierra empezó a moverse y se les cayó encima. Murieron. Yo estaba dentro, todo se quedó oscuro, había mucho polvo y no podía ver”. Tras un silencio, coger y soltar su bolso, colocarse el pañuelo… se recompone y continúa. “Estaba atrapada por los escombros. Tenía heridas y estaba asustada. No podía pensar en qué tenía que hacer”. Finalmente, continúa, vio una luz, un agujero por el que salió de la montonera de piedras. “No sé por qué Dios me salvó a mí y se llevó a mi nuera y a mi nieta”.

La lección de Sani
De la tragedia, Sani aprendió algo, dice. “Me arrepiento de haber tenido una casa tan grande de piedra; es peligroso. Si conseguimos dinero quizá pueda construir una casa como esa”. Y señala la vivienda de la vecina, de ladrillo pintado de rosa. “Es lo que quiero para mis nietos. Pero aún nos quedan 2.000 dólares de deuda”. Se refiere al dinero que su hijo pidió a su jefe en Malasia, donde trabaja, para adquirir un terreno donde emplazó la casa de zinc para Sani y sus hijos. Apenas a 100 metros de donde fallecieron su mujer y su primogénita y que hoy no es más que una montonera de rocas cubiertas por paja para que pasten los animales. Las edificaciones que quedaron de pie, aunque inhabitables, sirven de almacén para alimentos. O simplemente están vacías.
A Sani no le gusta volver por allí, todavía no ha superado el trauma. Tampoco sus nietos, quienes duermen con ella por temor a que otro temblor les pille solos. Las otras dos habitaciones, aparte del dormitorio, son para cocinar y almacenar alimentos. Fuera merodean un montón de gallinas, patos y una vaca, bien atada. Es mejor que la tienda de campaña en la que dormían tras el terremoto, pero esta mujer sueña con la casa vecina. “Y que mis nietos tengan buena educación. Si les dieran una beca…”. La crianza de sus nietos –“soy su padre y su madre”, apunta Sani– y su labor como consejera voluntaria de salud es lo que la mantiene en pie. “En 1990 hice un curso sobre planificación familiar. No sabía nada del tema. Nadie en el pueblo sabía y tenían muchos hijos. Pero hoy tienen uno o dos. Y me siento bien de haber contribuido”, recupera la sonrisa. Tras el terremoto, quiso dejarlo; durante tres o cuatro meses no tuvo ganas de hacer nada más que lamentarse de lo desgraciada que sentía. Aún lo hace, cuando se queda sola, pero menos, afirma. Por mucho apoyo económico y psicológico que te den, la ilusión no es algo que te pueda donar una ONG.
Las organizaciones como Unicef han aprendido que tienen que escuchar más a la comunidad porque no siempre la ayuda que se les provee es la que necesitan
Fue una conversación con el responsable del centro de salud de la zona lo que reactivó a Sani. “Me convenció para que no lo dejara”. Además, pronto tendrían un nuevo puesto sanitario, más grande y mejor acondicionado que el anterior, dañado por el temblor. El de Devabhumi Baluwa, que presta servicio a 16.000 personas, fue uno de los 765 puestos médicos afectados. Tras meses de negociaciones con el Gobierno y los vecinos para encontrar un terreno seguro y gratis, Unicef empezaba a construir la clínica con un diseño resistente a terremotos. Hoy aún quedan retoques para abrir sus puertas, algunas son todavía apenas un cuadro pintado en la pared con rotulador. La burocracia y la falta de formación de los obreros, así como el bloqueo de importaciones indias durante unos meses cuando Nepal aprobó su Constitución a finales de 2015, han retraso el proyecto, que será el primero de los 74 que está impulsando Unicef.

Construir y proteger
 “Esa fue otra de las lecciones aprendidas. Los edificios públicos como centros de salud y escuelas eran muy endebles”, apunta la experta en emergencias. De hecho, 35.000 colegios sufrieron daños. “Para empezar, aquí las puertas se abren hacia dentro, lo que dificulta la evacuación rápida. Eso tiene que cambiar”, continúa. Mawji reconoce que el hecho de que el brutal seísmo ocurriera en sábado salvó vidas. Los niños no habían ido a los colegios y la mayoría de clínicas estaban cerradas. Y de haber estado, quizá se hubieran protegido de forma errónea. Otra enseñanza: hasta ahora, había consenso entre las organizaciones en recomendar la posición Drop Cover Hold On (agachado, tapando la cabeza con los brazos y bajo algún mueble robusto). “Hoy sabemos que funciona si la edificación es buena, pero si no, lo mejor es salir corriendo o quedarse de pie bajo las puertas”, explica Mawji. “No te imaginas la de gente que apareció muerta en esa posición bajo los escombros”, añade apenada.
Con mucho por hacer y terminar –las innumerables fábricas de ladrillos por las zonas afectadas son prueba de ello–, Nepal y las organizaciones humanitarias toman nota de sus fallas y sus tinos y se preparan siempre para la ira caprichosa de las placas tectónicas bajo sus pies, esa misma fuerza de la naturaleza que conformó su hermoso paisaje, coronado por la cordillera del Himalaya, y que de tanto en tanto les golpea.
Sita Giri lleva a su hijo Basudev al colegio. Paco Puentes, Alejandra Agudo

La perseverancia de Basudev (y su familia)

A, Agudo
Basudev tiene 20 años. Nació con una discapacidad que le impide valerse por sí mismo. Tumbado sobre una manta frente a la tienda que regenta su madre, Sita Giri, de 36 años, escucha en su radio música tradicional nepalí mientras espera a que le preparen para ir a la escuela. Ya ha desayunado un huevo y unas gachas, y Sita le ha lavado el rostro con un paño húmedo. Solo falta que le suban a su silla y emprendan el camino hasta el colegio, subiendo un empinada carretera; un kilómetro mitad asfalto, mitad de tierra.
"Estoy en séptimo y quiero terminar hasta octavo, pero después no continuaré, todos los niños son más pequeños que yo", explica. Pese a sus planes de abandonar los estudios, Basudev no renuncia a ganarse la vida por sí mismo. Hasta ahora, su familia le mantiene y recibe ayuda del Gobierno y de Unicef. Pero él quiere "arreglar ordenadores o móviles, y ayudar a la gente a descargarse música". Se le da bien. Con destreza muestra cómo la música de su transistor sale en realidad de un pincho de memoria que conecta gracias a un apaño. "He aprendido por mi cuenta", aclara orgulloso.
Madre y hermana se turnan para llevar a Basudev al colegio. El padre trabaja en el extranjero y el hermano es todavía muy pequeño. Hoy será Sita quien lo haga. No siempre puede porque, algunos días, está dolorida y cansada debido al golpe en la cabeza que sufrió durante el terremoto. "Me cayó una roca", y apartándose el pelo muestra la importante cicatriz que dejó en su cuero cabelludo. "Siempre pienso en quién cuidará de él cuando yo no esté. Quizá sus hermanos...", dice ella. El joven lo tiene claro: "Todo el mundo tiene teléfonos, puedo sostenerme arreglándolos". Aunque él es optimista, su madre ahorra en una cuenta bancaria las ayudas que le llegan de aquí y allá. Por si acaso. Aunque últimamente ha sacado más de lo que ha ingresado, sus gastos en médicos y medicinas han tenido la culpa.
La nueva escuela no tiene rampas, una vez allí, unos niños salen de clase para ayudar a una exhausta Sita, incapaz de subir a pulso la silla de Basudev hasta la clase. "A veces es difícil traerle", reconoce la madre mientras recupera el aliento. Pero lo hacen, ella a su hija, cada mañana y cada tarde de vuelta. ¿Y si llueve? "Pues cogemos un paraguas".