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Las historias de ficción,
en el cine, la literatura y la televisión, nos enfrentan a las
contradicciones reales que implica la práctica, más o menos oculta, de
la tortura en nuestras sociedades, obligándonos como espectadores pero
también como ciudadanos a cuestionarnos su validez y su permisividad.
Estas ficciones, en las que a menudo se manipula
emocionalmente al espectador, suelen instarnos a elegir entre unos principios morales
que creemos incuestionables y la posibilidad de salvar las vidas de un
grupo incierto de personas inocentes. Generalmente todo suele salir
bien, la tortura se mantiene
dentro de los límites de lo aceptable, a menudo basta con la amenaza, y
el prisionero confiesa dónde han puesto la bomba y entrega a sus
secuaces. Pero la realidad no suele ser así. Nunca es así.
Estos días, en los que aún estamos
conmocionados por los recientes atentados en París y la escalada de
alarma y peligro que han conllevado en nuestro entorno, se alzan las
voces que piden medidas excepcionales para hacer frente a la amenaza
terrorista: declaraciones de guerra, cambios en los códigos penales,
restricción de derechos civiles, bombardeos preventivos o de castigo y
un largo etcétera. El uso de la tortura con el fin de obtener
información que permita evitar atentados o perseguir células terroristas
es uno de estos límites, un límite marcado claramente por la Declaración de Derechos Humanos y otros convenios y que, sin embargo, ha sido ignorado y pisoteado repetidamente en situaciones como las que hoy vivimos.
Es necesario alertar de los peligros que
implican para los ciudadanos, para nuestro Estado de derecho y para las
libertades que son nuestro principal patrimonio, prescindir a
conveniencia de nuestros principios éticos. También la ciencia,
pese a que algunos aún la consideren como una mera herramienta, puede y
debe participar en este debate en el que se ve inmersa nuestra sociedad,
aportando argumentos y reflexiones, así como sus herramientas más
valiosas, la objetividad, el espíritu crítico y el análisis y la
contrastación de los datos. Veamos, por tanto, qué pueden decirnos sobre
la tortura y su pretendida efectividad —principal argumento de quienes
la defienden— los estudios realizados desde el campo de la neurociencia, ese área de la ciencia especializada en el sistema nervioso y, por tanto, en el cerebro.
En diciembre de 2014 se hizo público el
resumen de una investigación impulsada por el Comité de Inteligencia del
Senado de los Estados Unidos sobre las prácticas de tortura cometidas
por la CIA en los primeros años de esta llamada guerra contra el terror.
Las conclusiones son espantosas y aunque solo se ha hecho público un
sumario de quinientas páginas de las más de seis mil del informe, el
extracto asegura que se torturó a más personas y de forma más brutal de
lo que se había admitido hasta entonces, que la CIA manipuló a la
opinión pública y a la prensa, engañó al poder legislativo y que, en
contra de algunas declaraciones interesadas, de todo ello no salió
ninguna información provechosa, nada. Además, la reputación
internacional del país quedó gravemente dañada, el incumplimiento de los
tratados internacionales, patente, y las posibilidades de ser un agente
principal para una evolución positiva en el mundo islámico quedaron prácticamente anuladas. Una lección que los defensores de «el fin que justifica los medios» no deberían olvidar.
No hay estudios científicos, es decir,
realizados en un entorno controlado y siguiendo las pautas establecidas
para poder contrastar resultados, sobre la tortura. La ética
lo impide, incluso si hubiera voluntarios. Desgraciadamente hay
numerosas víctimas en las que se han podido explorar sus efectos físicos
y psicológicos y también se han dedicado muchos esfuerzos a estudiar la
tesis de si la tortura produce información veraz y si esta práctica terrible es realmente más eficaz que un interrogatorio normal. Estas son las principales conclusiones:
El cerebro torturado no funciona con normalidad
Los neurocientíficos saben que el sistema nervioso central reacciona al miedo, al estrés, al dolor,
a las temperaturas extremas, al hambre, a la sed, a la privación de
sueño, a la privación de aire, a la inmersión en agua helada, es decir, a
todas las prácticas asociadas a la tortura. El estrés prolongado
provoca una liberación excesiva de hormonas como el cortisol. Estas
hormonas dañan el hipocampo —una estructura cerebral clave para
codificar y recuperar memorias—, incrementan el tamaño de amígdala —otra
zona cerebral que une un componente emocional a la memoria,
dirige la atención y se comunica con otras regiones cerebrales— y
afecta negativamente a la corteza prefrontal —que se encarga de la toma
de decisiones, el juicio y el control ejecutivo—. Estas intervenciones
generan problemas en la memoria, alteran el ánimo y nublan la claridad
mental y la toma de decisiones racionales.
Los torturadores esperan destruir la
resistencia de la persona y obtener información fiable de un sujeto que
no desea colaborar, pero el cerebro del sujeto está alterado en algunas
de sus funciones básicas, con lo que es lógico suponer que su capacidad
de proporcionar información fiable está gravemente alterada también.
La tortura altera los recuerdos
Con frecuencia el dolor y el estrés
afectan al proceso de consolidación de lo que el detenido ha visto y
vivido, es decir, distorsionan su memoria, haciendo que se
incapaz —incluso aunque lo desee— de recordar aquello sobre lo que se le
pregunta. Las víctimas privadas de dormir están desorientadas y
confusas y pueden convencerse a sí mismas de lo que los interrogadores
están sugiriendo, creando pistas falsas. El sistema de muchos
interrogatorios, repetir y repetir una historia bajo condiciones de
estrés, es uno de los métodos más eficaces para introducir falsos
recuerdos entre las memorias reales. Una investigadora lo comprobó con
un grupo de personas, convenciéndoles de que siendo niños se habían
perdido en un centro comercial. Comenzó diciéndoles, individualmente y
de forma casual, que uno de sus padres se lo había comentado, después
sugirió que imaginaran cómo podría había sido. Tras varias sesiones, un
tercio de los voluntarios eran capaces de «recordar» cómo había sido esa
experiencia que nunca existió.
La tortura pierde eficacia rápidamente
El dolor es un mecanismo de defensa que
sirve para evitar al organismo un daño mayor. Cuando el daño ya es
terrible, el dolor simplemente se apaga, algo que conocen muchas
víctimas de un accidente de tráfico. Una tortura demasiado rápida causa
normalmente que la persona pierda la sensibilidad o se desmaye. Además,
diferentes personas tienen distintos umbrales para el dolor y algunos
tipos de dolor enmascaran otros por lo que, aunque suene terrible, no es
posible torturar de una forma científica, no hay forma de medirla y
mantenerla dentro de unos límites. El torturador avanza a ciegas sobre
las sensaciones de su víctima, las distintas sesiones suman abyección
pero no avanzan en ningún sentido.
No hay niveles de tortura
Los torturadores lo saben y por eso
siguen normalmente dos estrategias: aplicar el máximo dolor que su
víctima pueda soportar, yendo al límite casi desde el comienzo y, en
segundo lugar, explorar distintas técnicas, distintos tipos de agresión y
dolor, intentando localizar las fobias y debilidades específicas de su
víctima. Un resultado evidente es que las posibles normas sobre el grado
de violencia aceptable se saltan siempre, no hay niveles aceptables de
tortura, no hay nunca un uso limitado y medido, hay tortura y punto.
La tortura corrompe a la organización que la realiza y a todos los que participan
Los senadores norteamericanos, ante las
conclusiones del informe, quedaron asombrados de la incompetencia de la
CIA, con actuaciones que llevarían a la ruina a cualquier ferretería,
como no saber dónde estaban las personas bajo su custodia, no atender a
las quejas de sus empleados ni llevar a cabo estimaciones fiables del
resultado de sus procedimientos. Rejali, un investigador dedicado al tema de la tortura, ha escrito que las instituciones que torturan, sea el ejército francés en Argelia, el ejército argentino en Argentina o la CIA en su lucha contra el terrorismo internacional, disminuyen su profesionalidad al mismo tiempo que hunden su estatura moral.
La tortura degrada también a las personas que colaboran
Un grupo de directivos de la American
Psychology Association se asociaron con oficiales de la CIA y el
Pentágono para evitar que la principal organización profesional de los
psicólogos estableciera normas éticas que habrían impedido o dificultado
la participación de estos profesionales en los «interrogatorios
coercitivos» de Guantánamo. Tras
la colaboración de estos directivos de enorme prestigio con las agencias
de defensa existían intereses económicos, algo que ha sido un escándalo
dentro de la profesión. Cuando estas actuaciones fueron conocidas, Nadine Kaslow,
otra directiva de la APA, declaró que «sus acciones, políticas y falta
de independencia respecto a la influencia gubernamental demuestran que
no se estuvo a la altura de nuestros valores. Lamentamos profundamente, y
pedimos perdón, por el comportamiento y las consecuencias que se
derivaron. Nuestros asociados, nuestra profesión y nuestra organización
esperaban, y merecían, algo mejor».
La tortura impide la recogida voluntaria de inteligencia
El factor principal, tanto para resolver
un asesinato como para hacer caer a una red terrorista, es la
cooperación de la población. La tortura rompe la confianza entre los
ciudadanos y las fuerzas de seguridad —el respeto y la afección hacia
estas últimas disminuye y el miedo no
sirve de puente— y hace que lo que antes era una investigación normal,
bajo un paraguas de colaboración y reconocimiento mutuo, sea ahora mucho
más difícil y mucho menos provechosa.
Las víctimas de la tortura aportan información que casi nunca es fiable
Información que además para los
servicios de inteligencia es muchas veces contraproducente, haciéndoles
gastar tiempo, dinero y recursos humanos y materiales en callejones
vacíos y pistas falsas. Los prisioneros rápidamente aprenden que cuando
hablan no les tienen la cabeza debajo del agua; es decir, hablar
significa menos sufrimiento. Por lo tanto, hay que hablar a toda costa y
no importa si lo que se dice es cierto o no lo es. Algunos detenidos
intentarán dirigir a los torturadores hacia antiguos enemigos suyos,
muchos mentirán y dirán cualquier cosa con la esperanza de que la
tortura termine. El informe del Senado encontraba numerosos casos en ese
sentido. De hecho, cuando el interrogado daba información veraz, a
menudo no era creído, algo que le pasó al senador John McCain, uno de los impulsores del informe, cuando fue prisionero de guerra en Vietnam
del Norte. Los estudios realizados demuestran que las agencias
torturadoras son incapaces de distinguir la información falsa de la
fiable.
La tortura daña la causa del torturador
La disonancia cognitiva necesaria para
infligir daño conscientemente a un semejante desarmado genera unos
síntomas parecidos a los del trastorno de estrés postraumático. Según el
libro None of Us Were Like This Before (Verso, 2010) de Joshua Phillips,
muchos de los veteranos estadounidenses que realizaron torturas en Irak
experimentaron una intensa culpa, cayendo un alto porcentaje en el
consumo de drogas. Los ingleses que torturaron en Irlanda del Norte
también declararon que lo que habían hecho estaba mal, con lo que ello
implicaba de caída de la moral y confianza en la propia causa.
Muchos torturados son inocentes
Un estudio del programa Phoenix, un
proyecto de la CIA bajo cuyo amparo se torturó y asesinó a miles de
personas durante la guerra de Vietnam, encontró —según Ryan Cooper— que por cada guerrillero del Viet Cong
torturado se torturó a treinta y ocho inocentes. Otros estudios han
encontrado que la proporción era incluso mayor, de setenta y ocho a uno.
La tortura es en ocasiones una vía hacia el enriquecimiento personal
No solo tenemos el caso de los
directivos de la APA que mencionábamos anteriormente. Los responsables
sudvietnamitas del proyecto Phoenix eran a menudo burócratas
incompetentes que se lucraron con las pertenencias de sus víctimas,
dándose casos en los que incluso aceptaron sobornos para liberar a
detenidos que sí eran realmente miembros del Viet Cong. Algunos
militares argentinos obligaban a los secuestrados bajo su custodia a
firmar contratos de compraventa de sus propiedades a su favor. La
tortura es el negocio del torturador.
Por todo ello, más allá del ataque
frontal contra los principios y valores sobre los que hemos construido
todo aquello que hoy queremos defender, la tortura es un método burdo y
de malos resultados para obtener información. Las fuentes de error son
sistemáticas e imposibles de erradicar. Las memorias verídicas se
borran, se distorsionan y se alteran por culpa de la propia tortura. Se
ha llegado a decir que disparando al azar en una multitud hay más
posibilidades de acertar a un enemigo que siguiendo las pistas obtenidas
con la tortura de un detenido.
Así, más allá de los estudios
científicos pero reforzados por estos, la perspectiva que nos
proporcionan los últimos catorce años de lucha contra el terrorismo islámico
nos dice claramente que en ningún caso debemos dejar en segundo plano
los valores éticos y morales que nos constituyen como sociedad y como
individuos, que lejos de sacrificarlos en pro de un bien mayor debemos
reforzar nuestro compromiso con los derechos humanos y que la tortura
nunca, jamás, es el camino. La tortura está prohibida porque es inmoral,
cruel e inhumana, pero además es inútil, mina la autoridad moral de
quien la practica, hace avanzar la causa de los terroristas y daña
profundamente los estados de derecho.
Para leer más:
- Childress S, Boghani P, Breslow JM (2014) «The CIA Torture Report: What You Need To Know». Frontline 9 de diciembre. Enlace.
- Cooper R (2014) «Why torture doesn’t work: A definitive guide». The Week 18 de diciembre. Enlace.
- Harris LT (2015) «Neuroscience: Tortured reasoning». Nature 527: 35–36.
- O’Mara S (2015) Why Torture Doesn’t Work: The Neuroscience of Interrogation. Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts.